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Bailando En Un Mar Legendario – Novela Capítulo 47

Capítulo de novela - 127 párrafos

Hipólito sonrió avergonzado.

Antíope no estaba equivocada. Ciertamente, al bajar del norte hasta este puerto, habría hecho tales cálculos. 

La caza de la bestia divina es una competencia interna entre las alianzas griegas. Las amazonas, como fuerzas externas, no podían intervenir imprudentemente. Los países continentales vecinos debían haber escuchado lo que estaba sucediendo en Grecia, pero prefirieron guardar silencio. Podía deberse a sus diferentes creencias, pero más que nada, temían a Loxias.

No se podía saber cuándo, dónde ni cómo la manifestación de Apolo podría estar observando. Por si acaso, Hipólito echó un vistazo al jarro de agua cercano.

Afortunadamente, no ocurrió el extraño fenómeno de un cabello rubio brotando de repente. 

La duda se profundizó. 

Estaba listo para ser asesinado desde el momento en que fue expulsado de la Montaña Rocosa y enviado al puerto.

La razón por la que seguía vivo era simplemente porque no había alguien que lo sustituyera.

Atenas era muy débil al momento de su nacimiento. Ahora era una isla mucho más poderosa que la Amazonía. Así que no había necesidad de mantenerlo con vida por apego a la buena amistad. Cuando finalmente apareciera un plausible sucesor, no sería extraño que fuera descartado en el momento.

A pesar de que su madrastra, la actual reina, parecía no poder concebir…Habían muchos niños aristocráticos que podrían adoptar. Es posible que la astuta Partegita ya haya conseguido a un sucesor para reemplazarlo.

¿Por qué no ir al país de su madre?

Sus posibilidades de supervivencia también aumentarían un poco.

De todos modos, ni siquiera estaba profundamente apegado a Atenas. Este era el lugar donde creció, por lo que sólo parecía acostumbrado a ello. Su personalidad era demasiado realista para querer reunir fuerzas y aspirar al trono.

Incluso si ascendiera al trono de Atenas, su linaje extranjero seguiría siendo el mismo y su futuro problemático. Esto sería algo por lo que tanto la aristocracia y como la sociedad civil no dejarían de polemizar. El hecho de estar en una posición donde no pertenecía ni a un lugar ni al otro había estado grabado en sus huesos durante toda la vida.

Dejó escapar una sonrisa en medio de su agonía.

«...Estoy en una posición similar a la de esa bestia divina.»

Una mujer con apariencia humana y cuernos de animal. Un hombre de padre ateniense y madre amazónica. No pertenecían a ninguna parte.

Si de todos modos su vida iba a peligrar sin importar su elección, era mejor confiar en otra alternativa que se presentaba inesperadamente.

Hipólito se decidió y preguntó a Antíope.

—¿Estás segura de que se me permitirá ver a mi madre?

El rostro de Antíope se iluminó.

—¡Sí, la reina también está deseando conocerte…!

—Traes más gente contigo, ¿verdad? Llevatelos y espera en la frontera noreste. Allí me reuniré contigo e iré a ver a mi madre.

—¿No vas a acompañarnos ahora mismo?

Hipólito rió brevemente.

—Así como me movilizas por una causa, yo también necesito alguna justificación para irme de Atenas.

—Esta es una buena justificación.

Miró por la ventana, pensando en cuándo regresaría el mensajero.

—Debería obtener una orden de expulsión.

Atenas, la ciudad sobre la Montaña Rocosa. Fedra, que había salido a la terraza del palacio, miraba aburrida la ciudad.

El adorno de oro de la butaca donde se encontraba medio tumbada era precioso. El material de la seda oriental era más suave que cualquier otra cosa. Las damas de honor partieron fruta extranjera y la pusieron en la boca de la reina.

La ciudad de Atenas estaba bien organizada. Los edificios eran densos en la cuenca rodeada de montañas. El palacio de la reina también está bellamente iluminado con adornos de cuentas de vidrio y esculturas sobresalientes.

—Es una vida que no deja nada más que desear…

Fedra murmuró y miró hacia la ciudad.

Su corazón se sintió vacío al decir aquello. Tenía una buena vista de toda la ciudad, pero era muy difícil ver quién iba y venía. Sobre todo, era una ciudad céntrica, por lo que no había ni rastro del mar.

Una voz vino desde más allá de la cortina. Fedea miró hacia atrás con deleite. Su expresión se desvaneció cuando encontró a la mujer con cabello grueso y rizado colgando.

—Por muy temprana que sea la primavera, sigue haciendo mucho frío para pasarla en la terraza. Cuando su cuerpo está frío, el cuerpo de la madre también se deteriora, reina Fedra.

Partegita, la sacerdotisa guardiana de Atenas, se acercó a ella.

—Debe ser aún peor para una sureña como la reina, ¿o es que acaso hay alguien a quien esperas?

Al escuchar el sarcasmo, la reina se fastidió y se puso de pie de un salto. Se acercó a la barandilla de la terraza.

—Conozco mi cuerpo, Gita. Abstente de hablar como si fuera una especie de gato del desierto.

—¡Sí, por supuesto! Estoy segura de que estarás bien en este tipo de clima. De lo contrario, ¿cómo le servirías a Atenas como reina?

Partegita se hizo a un lado, burlándose descaradamente.

Fedra entrecerró los ojos ligeramente. Una mujer con el estómago lleno de gusanos. Probablemente no fueran menores que el número de serpientes con rostro de demonio en la placa de oro que llevaba consigo. Incluso si ella era la reina, había nacido en una nación lejana.

Ella era una mujer que manipulaba fácilmente a su esposo, quien dejó atrás todo tipo de historias heroicas. Después de vivir como una princesa tranquila durante toda la vida e inesperadamente ser enviada a un matrimonio arreglado, ¿cómo podría vencer a esa oponente? Fedra relajó su expresión, pensando que sería mejor ser una guerra civilizadamente generosa en lugar de una sangrienta.

—¿Qué te trae aquí hoy? No traes a ese hombre que siempre llevas contigo.

—Lishe está ocupado tomando medidas necesarias. ¿No es Elapheborion (marzo) en el calendario? Hace aproximadamente dos meses, seguidores esotéricos armaron un escándalo en medio de la noche. Debemos aliviar la ira de los civiles, por lo que no puedo dejar pasar ese suceso al ser la representante del templo…

Partegita sonrió superficialmente e hizo entrar a Fedra, fingiendo entablar una conversación. Entonces se les ordenó a las criadas retirarse.

No fue hasta que se fueron todos los oídos innecesarios que comenzó el tema principal. Partegita sacó el anillo de sello escondido debajo de su manga y se lo entregó.

—Gracias por el préstamo. Me aseguré de limpiarlo correctamente con seda.

Fedra reconoció el patrón de Creta y lo apretó en su mano. El anillo fue un regalo de bodas que había traído consigo y que usaba al final de las cartas que enviaba a su ciudad natal.

—Gita. Para devolver esto…

—Algunos de los hombres enviados de Creta regresaron a mí y me informaron. Desafortunadamente fracasaron. Así es, el hombre al lado de la bestia divina debe ser bastante bueno. Aún así, realmente aprecio tu cooperación.

—...¿Es así? Nunca nada es fácil.

Fedra levantó el cuenco con aroma a hierbas de la mesa y bebió un rato. Siguió una explicación.

—Se dice que la familia real de Creta llevó a cabo un servicio conmemorativo con el apoyo monetario de Atenas. Escuché que fueron a una isla vecina y compraron ganado. No importa qué tan al sur esté la isla, es difícil hacerse de vacas en invierno. Necesitaban ofrecer carne a sus ciudadanos para movilizar el sentimiento del público, pero les resultaba muy difícil ofrecer vacas debido a su pésima ganadería.

—Si sirvió de ayuda a mi ciudad natal...me da un poco de alivio.

Fedra miró el cuenco y respondió con torpeza. Quería evitar la mirada de la sonriente suma sacerdotisa a lado de ella.

Mujer aterradora. ¿No estaba ella más familiarizada con respecto a la situación de Creta que la propia Fedra, una hija real? Fedra nunca había pensado con detenimiento en por qué los rituales se volvían más frecuentes en invierno. Era una princesa que se iba a casar de todos modos, así que pensó que le bastaría con vestirse bien y saber poesía y prosa.

Cuando vino por primera vez a Atenas, había pensado que era extraño que una mujer ejerciera un poder tan importante como lo hacía la suma sacerdotisa. Había escuchado que la segregación de género en Atenas era mucho más estricta que en Creta. Al escuchar aquello, había pensado que ésta debía de ser una persona muy valiente y admirable.

Ahora lo sabía después de conocerla.

Esta sacerdotisa estaba lejos de la nobleza y benevolencia que caracterizaba a una mujer divina. Pero definitivamente tenía poder en Atenas. Era cómo una diosa que parecía haber aprendido a sobresalir ni bien nacer.

Incluso más que su hermana que había muerto hace mucho tiempo.

Habían pasado muchos años, así que su memoria era un poco borrosa, pero esta sacerdotisa a veces le recordaba un poco a la princesa Ariadna.

Era inconveniente.

La familia real de Creta contaba con princesas nacidas de diferentes madres, por lo que las hermanas no eran particularmente amigables. Las relaciones se resumían únicamente entre madres e hijas. Es por eso que no pudo leer que es lo que pasaba por la cabeza de su hermana mayor en vida, Ariadna, y la razón por la que se suicidó.

Sin embargo, Fedra, que era una niña en aquel entonces, solo aprendió una cosa de esa situación.

«No quiero terminar así.»

Cuando llegara su momento, pensó que lo mejor sería vivir como un ratón muerto en la habitación de mujeres. Si te mantienes tranquila, no eres celosa y das a luz a un hijo sano, tu vida no irá en la misma dirección que tu madre o tu hermana mayor. Será una vida aburrida, pero evitarás así el suicidio.

Entonces Fedra soportó que le dijeran que se casara con el hombre que arruinó a su familia.

Soportó el hecho de que el hombre ya había yacido con varias mujeres y tenido varios bastardos.

El hecho de que todavía no tuviera un hijo en absoluto...No, todavía había oportunidad. Su madre, Pasífae, había dado a luz a innumerables hijos hasta una edad avanzada, por lo que no sería muy difícil concebir uno o dos. Fedra se terminó el cuenco que contenía medicina.

La sacerdotisa sonrió una vez más y observó a la reina.

—Tomas bien tu medicación. Estoy agradecida de que confíes en mí.

Fedra, indignada, arrojó el cuenco por los aires.

—Deja de hablar así, Gita. Soy el tipo de persona que ni siquiera necesitas envenenar.

—Así es. Más bien, espero ansiosamente que la reina dé a luz a un niño. Sea lo que sea, será más fácil de manejar que el príncipe actual. Diligentemente hago manojos de hierbas, pero me preocupa que no funcionen.

Fedra, cuya actitud indiferente se volvió molesta, miró a su oponente. Entonces la sacerdotisa extendió los dedos con una sonrisa despectiva. Las uñas crecidas y decoradas tocaron superficialmente las cejas de la reina.

—Mi hermosa reina, no frunzas el ceño. Si se forman arrugas, tu belleza se estropeará, y no podrás hacer que se mueva ese viejo león...¿No fue eso lo único por lo que te eligieron?

—¡Cómo puede una sacerdotisa que sirve a una noble diosa decir tales vulgaridades!

—Al menos no tan vulgar como la reina.

Partegita sonrió brillantemente.

Fedra, que había sido apuñalada hasta la médula, no pudo decir nada.

Incapaz de ocultar su ansiedad, una mano alcanzó su pecho. Era necesario ocultar su agitación. Pero no pudo evitar el fuerte bombear de su corazón.

Además, ésta mujer le daba miedo.

Veía a través de todo.

Es cierto que su hermana Ariadna había hecho algo audaz, confiando firmemente en su posición de hija mayor del rey. Pero esta mujer había ido directamente en contra de la creencia de la sociedad griega de que incluso los derechos de nacimiento estaban arreglados divinamente. Leía la mente de las personas, calculaba minuciosamente y trataba de manipularlas según su propia voluntad.

A Fedra le costó mucho rechazarla. De todos modos, su oponente era la suma sacerdotisa de Atenas. No estaba mal estar cerca de ella. Creía que si daba a luz a un niño ésta serviría como un útil barco de apoyo.

Más que nada, mientras descubriera su debilidad, estaba en una posición en la que no podía moverse.

Hubo un golpe en la puerta como en respuesta a una conmoción. La criada afuera dijo monótonamente.

—Reina, el príncipe Hipólito pide verla. Dice que desea ofrecer sus saludos mientras esté en el palacio.

Lo había estado esperando por un tiempo, pero cuando escuchó que había llegado, su corazón se hundió. Fedra se volvió contemplativa sin siquiera darse cuenta.

Partegita rió y se puso de pie.

—No me siento cómoda charlando. Te daré un respiro. Ha pasado un tiempo desde que pasamos un buen rato juntas.

Fueron palabras punzantes. La mujer desagradable soltó más sal.

—No me importa de quien sea, con tal de tener al heredero que protegeré, ¿qué importa si el padre es un dios o un hada?

Fedra levantó la cabeza bruscamente, pero Partegita fue más rápida. Una risa baja ondeó a través de las cortinas y escapó.

La reina esperó a su próximo invitado, conteniendo la respiración entrecortada. Cuando se levantó el telón, apareció un hombre apuesto, bien pulido como una escultura.

Hipólito hizo una reverencia desde la distancia.

—La gran anfitriona ateniense, reina Fedra. El príncipe Hipólito saluda a su madrastra. ¿Has estado bien de salud?

Era una voz formal sin muchos problemas.

Fedea bajó su mano inquieta con la mayor naturalidad posible. Respondió con voz seca.

—Escuché que estabas de visita hoy. Gozo de buena salud, pero ¿el príncipe también se mantuvo saludable fuera de la ciudad?

—Sí. Gracias por tu preocupación.

Contrariamente a su tono, éste fue breve y firme. Nerviosa, Fedra no pudo decirle que se acercara, por lo que solo lo miró desde la distancia.

Aunque estaba a cargo de proteger el puerto, su piel no parecía muy bronceada. Probablemente se debiera a la sangre del norte que fluía por su cuerpo. Su distintivo cabello gris formaba ondas muy tenues. A pesar de su sombría apariencia debido a la cortina, sus ojos verdes estaño lucían brillantes y claros.

Su apariencia era algo diferente de la típica apariencia griega. Por supuesto, no era el hijo de Fedra. El chico que había conocido desde que se casó finalmente había crecido. Sin embargo, sus ojos siempre lucían como vidrio verde frío frente a su madrastra.

Probablemente tuviera la intención de volver después de rendir sus saludos. Fedra esperó a que se despidiera, resignada en su corazón.

En ese momento, Hipólito preguntó inesperadamente.

 —Al entrar me encontré con la suma sacerdotisa. ¿Pasó algo?

Fedra respondió, presa del pánico, ante la inusual situación.

—No es nada. Vino a hablar conmigo un rato.

—Entiendo.

La conversación fue interrumpida. Ahora vendría la verdadera despedida. Fedra juntó las manos con una sensación de derrota.

Sabía que no debería ser así. Siendo mujer, la codicia le estaba prohibida. Su vida sería exitosa si se convirtiera en madre mientras servía como esposa. Ella nunca quiso morir con ambiciones vanas como su hermana.

El error de cálculo de Fedra era ese. Estaba tan absorta en disipar su ambición que olvidó su lujuria. Y las flechas doradas de Eros siempre, siempre, siempre, estaban destinadas a clavarse en la dirección más perversa.

Es una locura, Fedra.

Estaba enamorada del hijo de su marido que había dado a luz otra mujer…

Ella tensó los labios. Gracias a ti, logré compensar el desprecio.

Hipólito, viendo la escena, endureció su corazón. Una madrastra que lo odiaba tanto estaría más que asombrada de lo que sucedería a continuación. La criada se encontraba detrás de la cortina. Todo estaba yendo bien.

Dijo en voz baja.

—Entonces me iré ahora. Antes de eso, digamos adiós por un tiempo.

Fedra levantó la vista, consternada. Fue ese el momento. Hipólito, que ya estaba así de cerca, presionó sus labios contra su mejilla.

Traducción: Claire

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